Fue en el cuarto día del confinamiento, lo recuerda bien porque sucedió el martes por la noche. Aún no había asimilado la situación en la que se encontraba; la noticia se había comunicado y hecho realidad en veinticuatro horas: por la pandemia que asolaba a España, la población quedaba confinada en sus domicilios durante dos semanas.
Se encontraba en otra ciudad, a la que se había desplazado para finalizar los últimos retoques de un apartamento cuyas obras se habían complicado hasta el infinito. Y, aunque era acogedor y luminoso, carecía de algunas cosas imprescindibles de las que se iría dando cuenta poco a poco.
En aquellos primeros días las noticias volaban y la gente asustada se resistía a aceptar la realidad de lo que estaba sucediendo. No tenía ordenador y la televisión era tan moderna que apenas sabía manejarla, por eso, su referencia era el teléfono del que no se separaba. Y esa noche no tuvo en cuenta los constantes avisos de que el móvil se apagaba, hasta que ocurrió.
Lo enchufó al cargador, todo parecía estar en orden pero al utilizarlo de nuevo solicitó el número PIN, nada que objetar, lo introdujo pero al instante apareció un mensaje: el número solicitado no es correcto, quedan dos intentos para desbloquear el teléfono. Volvió preocupada a repetirlo y, como se temía, le quedaba solo un intento. No entendía que estaba pasando porque de lo que estaba segura era de introducir el número correcto. Hizo un tercer intento y al instante el teléfono se bloqueó, y esta vez, que horror, pedían el número PUK. Y ese si que no se lo sabía.
Se preguntó angustiada como podría ponerse en contacto con su familia y sus amigos si su teléfono no estaba operativo.
A pesar de la inquietud que sentía, trató de tranquilizarse, dormir y retomar el asunto a la mañana siguiente. Cuando se despertó y recordó en la situación en la que se encontraba – en otra ciudad, confinada y sin su móvil del alma- le dieron los siete males.
Lo primero que haría sería pedir ayuda en la recepción. El edificio en el que vivía costaba de un hotel y quinientos apartamentos, y tenía, por tanto, una gran recepción que funcionaba las veinticuatro horas del día. Un silencio sepulcral invadía el gran pasillo cuando se dirigió hacia los ascensores en los que una línea roja en el suelo señalizaba la parte que debía respetar. La entrada con sus cómodos sofás, siempre animada y llena de vida, estaba clausurada, las plantas que tanto adornaban habían desaparecido. Toda aquella desolación no contribuyó a levantar su ánimo tan decaído.
Se dirigió a la zona de recepción en la que se turnaban varios conserjes. Esta vez le tocaba a una de las mujeres seca como un palo y, que nada más verla, a pesar de encontrarse en un recinto acristalado, gritó que no se aproximará. Casi a voces tuvo que explicar que su móvil no funcionaba y si sabía de alguna tienda abierta de Movistar.
-No, no lo sé. Fue su rápida respuesta.
-Yo no puedo llamar. Compruébelo en su teléfono, por favor.
De mala gana lo hizo.
-No aparece ninguna, aseguró.
Entonces intervino el recepcionista del hotel, un chico joven al que no había visto nunca.
–Estamos confinados ¿cómo va a estar una tienda de telefonía móvil abierta
-Pero un teléfono móvil es muy importante, objetó.
Lo más importante del mundo pensaba ella, pero se lo calló y solo pidió la dirección de una comisaría de policía.
Por suerte estaba al lado, y a ella se dirigió esperanzada.
Al llegar, en un patio pequeño, se encontraban varios policías reunidos. Todos eran jóvenes, y conversaban animadamente. Volvió a contar sus problemas, que no conocía la ciudad, y si sabían si permanecían abiertas las tiendas de telefonía móvil. Sorprendidos, pues no parecía que ese fuera un problema tan importante para acudir a la policia, contestaron que no lo sabían. Uno de los policías tuvo la feliz idea de cerciorarse, pero no venía ninguna información. Viendo su cara de desolación, salió con ella a la calle y le explicó cómo llegar a una oficina que estaba apenas a doscientos metros.
Con el alma en vilo se acercó para comprobar que sí, que la información era correcta, que había una tienda de Movistar pero cerrada, sin ninguna nota aclaratoria. Pero justo al lado una tienda de Orange estaba iluminada, esperanzada miró a través del cristal y comprobó que había una mujer dentro, dio unos pequeños, golpes para atraer su atención, y ella, sin hacer ningún comentario, bajo la persiana.
Se quedó quieta no sabía que hacer. En frente había un local con la puerta entreabierta, sin darse cuenta la empujó y al ver que era una notaria, retrocedió. Entonces ocurrió algo extraordinario, un hombre con una sonrisa se acercó a ella. Era la primera persona amable con la que se relacionaba en esa infausta mañana. Al instante la tranquilizó: si, había una oficina abierta en la calle Maisonnave.
¡¡ Maisonnave !! la calle que mejor conocía, la más comercial de la ciudad y al lado de donde vivía. Salió disparada y contenta, y cuando a lo lejos vio la tienda abierta, todo a su alrededor se iluminó olvidando la situación en la que se encontraba.
De vuelta a su casa, mientras oía el sonido de los mensajes que iban llegando, pensó que esa mañana tenía la solución junto a ella, pero el azar, como tantas veces ocurre en la vida, la había hecho tomar el camino equivocado.
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