Este relato, “El barranco de Hermigua”, pertenece al libro ‘La Calle de los 18 cuentos’. El libro, editado por el Grupo Editorial 33 S.L. en el año 2015, contiene además otros cuentos escritos por otros virtuosos autores. Espero que te guste…
Desde hace dos años, escribo relatos.
“El barranco de Hermigua”, que forma parte del libro ‘La Calle de los 18 cuentos’, es uno de ellos.
Te dejo con él. Espero que te guste…
Una parte de las vacaciones de Navidad de ese año las pasarían en Canarias, ya estaba decidido, y aunque ella hubiera preferido ir a la isla de La Palma al final se impuso, nunca mejor dicho, La Gomera.
Teniendo en cuenta que tenía que pasar una parte de las fiestas con su familia y que habían programado salir a primera hora del sábado 28, no la había quedado otro remedio que espabilar para organizarlo todo, por eso respiró aliviada cuando, por fin, estaban a punto de coger el avión que les llevaría, esa mañana fría y lluviosa, de Madrid a Tenerife.
Sí, porque llegar a La Gomera no iba a ser sencillo. El trayecto estaba lleno de paradas y de cambios, de los que ni se había dado cuenta, que la hubieran agobiado aun más mientras planificaba el viaje. Mejor. Eso que se había evitado.
Aterrizaron en el Aeropuerto de los Rodeos, situado en la parte norte de Tenerife. Allí, un taxi les esperaba para llevarlos hasta el Puerto de Los Cristiano, al sur de la isla, donde cogerían el Ferry que les dejaría en La Gomera y que estaba a tomar vientos de donde ellos se encontraban.
Tras más de una hora de viaje, por una carretera de curvas endiabladas, llegaron a Los Cristianos en el momento en el que el barco estaba a punto de partir. Por suerte lo pillaron, pero conseguir los billetes y subir con las maletas a cuestas en el último minuto fue bien complicado. Después tardarían otra horita en llegar a La Gomera, en un barco grande y cómodo pero literalmente saturado de turistas.
¡Qué horror!, pensó ¿es que a todo el mundo se le había ocurrido viajar al mismo sitio?
El ferry los dejó en San Sebastián, capital de la isla, donde tuvieron que coger otro taxi para llegar a media tarde a su destino final, el Hotel Tecina, en Playa Santiago. El hotel estaba rodeado de un frondoso jardín botánico y situado en un lugar privilegiado: los acantilados de Santiago. Era un paraje encantador y además consiguieron una habitación orientada al mar desde donde las vistas eran impresionantes.
Bajaron pronto a cenar y de nuevo les esperaba otra agradable sorpresa: un gran porche que hacía las veces de comedor exterior y en el que, durante la cena, pudieron contemplar la puesta de sol.
Al día siguiente habían programado una excursión por mar para ver uno de los lugares más emblemáticos de La Gomera: Los Órganos.
Tomaron un barco que iba bordeando la costa y realizando paradas en pequeños pueblos hasta llegar a la parte norte de la isla, donde había un paisaje peculiar e insólito que recordaba, a veces, a auténticos acantilados y otras a extrañas formaciones que parecían salir del mar, alcanzando algunas hasta los setecientos metros de altura. La curiosidad se debía a que estos restos de lava volcánica solidificada, ricas en basalto, habían adoptado la forma de columnas hexagonales y, en la distancia, recordaban a los gigantescos tubos de los órganos de las catedrales, de ahí el nombre con el que se las conocía.
Pero les quedaba realizar la excursión más importante en la Gomera, y decidieron hacerla sin falta al día siguiente. Se trataba de visitar el Parque Nacional de Garajonay, reconocido como Patrimonio de la Humanidad por albergar en su interior en unas condiciones óptimas de conservación un bosque de laurisilva, resto de un ecosistema proveniente de la Era Terciaria.
El corazón del parque estaba ocupado por un bosque húmedo, repleto de especies de hojas perennes, con un suelo cubierto de helechos y abundantes musgos y líquenes que cubrían por completo el tronco de los árboles. Era único, y recordaba a un bosque encantado en el que habitaran duendes, hadas y otras mágicas criaturas invisibles.
Gloria no había olvidado los cuentos que leía en su niñez; en ellos esos seres misteriosos vivían escondidos en el interior de los árboles y solo al anochecer, cuando quedaban ocultos por la niebla, salían de sus refugios. Entonces, siendo una niña había creído esas historias y ahora paseando por los senderos del bosque de Garajonay, cubiertos de una espesa y húmeda niebla, estaba a punto, si no salía pronto de allí, de volver a creer en ellas.
Llegaron al hotel. Ella se encontraba agotada tras la caminata; apenas entró en la habitación se echó en la cama y se quedó profundamente dormida. De pronto, se despertó sobresaltada. ¿Dónde estaba? Era una pesadilla. En el bosque en el que paseaba en sueños solo había seres malignos que querían hacerla daño.
Se incorporó y miró a su alrededor. Estaba sola. En el reloj aún no eran las cinco de la tarde. Poco a poco se fue serenando, pero ya no podía seguir durmiendo. ¿Y Joan?, -se preguntó-. No entendía donde podía haberse metido. Iría a buscarle.
Se acercó a las piscinas e incluso bajó en el ascensor a las que había junto al mar pero no dio con él, subió de nuevo hasta la cafetería y tampoco le encontró. Fuera, en el jardín, había un edificio de enormes cristaleras. Era el gimnasio. Recordó cómo le había contado que, en los últimos meses, hacia ejercicio todos los días. Entró, y allí, al fondo, estaba haciendo bicicleta como si en ello le fuera la vida.
-Por Dios, -pensó-, ¿es que nunca se agota? No sería lo normal que, tras la paliza del día, hubiera descansado un rato. Fue hacia él y, al verla, sonriente, dijo: “¡Por fin¡ parece que estas entendiendo las normas que rigen en nuestra pareja”.
-Te espero en la cafetería- fue lo único que a ella se le ocurrió contestar.
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Y allí, mientras tomaba un café, recordó la frase. ¿Qué había querido decir? se pregunto; demasiado lo sabía pero se negaba a aceptarlo. Lo que había dicho de forma clara y tajante era que, para funcionar como pareja, ella debía adaptarse a todos sus gustos e incluso caprichos y seguir su endemoniado ritmo aunque estuviera reventada. Las anteriores así habían hecho, lo sabía bien.
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-¿No tenía eso un nombre concreto? ¿No era maltrato? Se quitó rápidamente la idea de la cabeza cuando le vio llegar sudoroso y contento, tras el subidón de adrenalina.
-¿Qué tomas? ¿Café? Siempre café, estás intoxicada de cafeína, comentó.
Tras salir de la cafetería dieron un largo paseo por los jardines cubiertos de plantas exóticas y buscaron un sitio frente al mar donde sentarse, en el mismo acantilado.
-Por cierto, Gloria,- dijo él-, soltando lo que desde hacía rato deseaba decir: mañana me gustaría volver al Parque de Garajonay.
-¿Por qué? Si hemos estado muchas horas recorriéndolo. No lo comprendo.
– Quiero hacer algo distinto. Hoy hemos paseado por el bosque, pero el parque tiene una gran cantidad de rutas y me gustaría hacer una completa.
– Ya, pero tú sabes que yo no tengo ninguna práctica en hacer senderismos, rutas o como quieras llamarlo.
– No tienes que tener ninguna práctica para acompañarme. Aguantas bien las caminatas y llevas buen calzado. No necesitas nada más. Y, además, que compartas esa afición conmigo me hace una gran ilusión.
Incluso andarás menos que hoy, ya que la idea es que un taxista nos recoja en el hotel, nos lleve hasta el punto de partida y a una hora convenida nos espere al final de la ruta.
– ¿Y qué quieres exactamente hacer?
– Bajar el Barranco de Hermigua.
Al día siguiente, tras el desayuno, ya los esperaba un taxi. Durante el camino Joan y el conductor no pararon de hablar. Según comentó el taxista, que parecía muy enterado pues hacía con frecuencia lo mismo que ellos le habían pedido, la ruta no tenía mucha dificultad. Eso tranquilizó a Gloria, que no estaba muy segura de donde se iba a meter.
-¡Uf, que alivio! pensó.
Por lo que creyó entender, aunque no estaba segura de que así fuera, los dejaría en Contadero y desde allí, atravesando el Parque de Garajonay y pasando con el Cedro, llegarían hasta un bar en el que podrían descansar un rato y comer algo, pues estaba situado muy cerca del descenso. Después los esperaría en una zona de aparcamientos, los Telares de Hermigua.
El taxi los dejó en las cercanías del parque. Cogieron la ruta señalizada y penetraron en el bosque aunque esta vez por un sendero más amplio y cómodo que el día anterior. Encontraron un riachuelo, que discurría junto a la senda y que cruzaron por un pequeño puente de madera, una fuente que salía de un árbol y una ermita, antes de llegar al bar que les habían indicado.
Que contenta y relajada iba durante la caminata. Aquello era pan comido. Hizo fotos a las extrañas formas de los árboles, bebió en la fuentecita y se paró a curiosear el fondo de la ermita. Al llegar al bar, como habían acordado, hicieron un alto aunque ella no estaba nada cansada, ¡Para nada cansada! Podía haber seguido andando e incluso trotando de lo bien que se sentía.
Nada más salir, encontraron la senda que descendía hacia el barranco. Era una suave pendiente, con cómodos escalones.
De repente, ocurrieron dos cosas, y Gloria fue consciente de ellas a la vez.
Una, que el sendero se estrechó y la pendiente perdió su inclinación natural hasta volverse casi vertical; la otra, que Joan desapareció. Intento ir rápido para conseguir alcanzarle, pero pronto se dio cuenta que era imposible, y que estaba con ello arriesgando su vida, no solo por la dureza de la bajada debido al tremendo desnivel sino también porque el terreno estaba muy húmedo y los resbalones eran continuos. Además, y eso lo tenía claro, era ella la que tendría que adaptarse a su ritmo ya que él no la esperaría ni la ayudaría.
Así que, a pesar de lo asustada que estaba, se propuso hacer las cosas con calma y tomarse todo el tiempo que necesitara.
Para su desesperación la bajada era eterna, cada vez más peligrosa, con resbalones continuos y, aunque a veces había unas pequeñas barandillas para sujetarse, otras no encontraba donde hacerlo.
Menos mal, que dentro de la desgracia estaba de suerte, siempre se caía de culo y no de cara.
Una de las veces se asustó de verdad ya que se torció el tobillo y pensó que tenía un esguince. Se sentó a un lado del camino y, mientras valoraba si tenía un daño importante, recordó ¡Madre mía! que la noche siguiente era Nochevieja, y que ella había traído para la ocasión un precioso vestido negro y unos zapatos de tacón. Si al final tenía un esguince no podría ponerse los tacones y, como todo el calzado que llevaba era deportivo, tampoco podría ponerse el vestido. Los ojos se la llenaron de lágrimas, y así la encontraron un par de excursionistas que subían el barranco. Rápidamente pararon para ayudarla.
-¿Está sola? Preguntaron sorprendidos.
-No, solo que llevo otro ritmo. Es la primera vez que hago esto.
-Ya, fue la lacónica respuesta de uno de ellos.
– Es que esta bajada no es para principiantes, agregó el otro.
Ellos iban preparados; uno llevaba en su mochila una crema que se aplicó en el tobillo e insistieron en que tomara un antiinflamatorio. También cortaron una rama en la que podría apoyarse.
-Como hacemos nosotros, dijeron. ¿Ve el bastón que llevamos?
Estuvieron un rato hablando, eran de Tenerife y habían venido en el Ferry a pasar el día a la Gomera.
– Falta poco para que el camino se suavice, la tranquilizaron.
– A partir de aquí, las vistas son impresionantes. Primero te encontrarás con La Boca del Chorro, que es una cascada de más de 170 metros, después con la Presa de Los Tiles, y al final ya llegando a Hermigua con los Roques de San Pedro.
-Te alegraras, agregaron.
– Claro que si, contesto ella, dándoles las gracias por todo.
Efectivamente, poco después, miró hacia la derecha y vio una gran cascada que aunque no llevaba mucha agua tenia tal altura que impresionaba. Nunca había visto una cosa igual.
La cascada se precipitaba hasta el fondo de un precioso valle, donde un paisaje escalonado y salpicado de casitas de colores se mezclaba con terrazas repletas de huertas, frutales y palmerales. Siguió bajando, ya sin otros percances, hasta llegar a la que debía ser la Presa de los Tiles, rodeada de verde y con un pequeño salto de agua que caía en ella. Se sentó para contemplar despacio el paisaje, ahora que había pasado lo peor no tenía ninguna prisa en llegar, y, estaba claro que se lo había ganado. Al poco tiempo, vio una curiosa formación rocosa, que al descender resultó que eran dos: Los Roques, extrañamente alargados y puntiagudos. Y ya, la última sorpresa del descenso: Joan esperándola en un recodo del camino.
–No te he esperado, la aclaró nada más verla, porque en las rutas, y más si tienen cierta dificultad, es mejor que cada uno vaya a su aire.
– Quizás te resulte extraño, agregó, pero eso bien lo sabemos los que tenemos cierta experiencia.
-Ya, sobre todo ha sido mejor para mí, contestó ella.
-¿Y por qué para ti? preguntó con curiosidad.
– Porque si hubiera ido a tu lado y me hubiera ocurrido algún percance, me habrías tirado por el barranco, seguro.
El la miró con expresión disgustada sin decir una palabra.
Cuando llegaron a Hermigua, el taxista llevaba rato esperándolos.
-¿Qué tal la excursión? Les dijo nada más verlos.
– Muy bien, muy bien, contestaron los dos a la vez.
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Ya dentro del coche, ambos comentaron la poca dificultad que tenia la ruta. Gloria se revolvió en su asiento ¿Es que estaban pirados? pensó. La hubiera gustado saber cuántos años llevaba el taxista haciendo las excursiones sin bajarse para nada de su taxi. A partir de ahí, no quiso escuchar mas, limitándose a contemplar un paisaje tan distinto del que estaba acostumbrada y del que pronto se despediría.
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Al día siguiente hicieron otra excursión que organizaba el hotel. Esa vez era al Valle Gran Rey, situado en el oeste de la isla, y también Patrimonio de la Humanidad.
Solo estaba compuesto por un pequeño grupo de ocho personas y el guía, algo normal teniendo en cuenta que la gente descansaba y se preparaba para la noche. Lo bueno era que viajarían en un minibús de diez plazas, dato importante ya que viajar en un pequeño autobús disminuiría las posibilidades de derrapar por las carreteras que cruzaban los barrancos de la isla.
El valle, impresionante y hermoso, estaba formado por terrazas escalonadas que aprovechaban para el cultivo de forma parecida a lo que había visto el día anterior en Hermigua.
La curiosidad del viaje fue comprobar en directo la forma que tenían los antiguos habitantes de la zona de comunicarse a través de los barrancos, usando un lenguaje único en el mundo: el silbo.
El anciano que les hizo la demostración tenía las manos en garra, síntoma típico de la lepra tuberculoide, por lo que con toda probabilidad era un enfermo de lepra. Cuántas personas de las que le rodeaban, calculó mientras le observaba, se alejarían espantados si se enteraran de sus sospechas.
Regresaron tarde, pasadas las siete, y la cena era a las nueve. Gloria estaba atacada de los nervios y al llegar al hotel salió disparada del autobús sin despedirse de nadie. Cuando Joan entró en la habitación ella ya estaba en la ducha.
-¿Se puede saber qué te pasa? comentó.
– Es que tengo muy poco tiempo para arreglarme.
– No me refiero al tiempo, sino a que siempre te ha importado muy poco la Nochevieja. Que sepa, desde que estamos juntos, nunca hemos salido esta noche.
– Hoy es distinto.
-Ya, ya lo veo. Pues yo voy a darme un baño en la piscina porque me sobra tiempo.
¿Es que nunca se agotaba?, pensó de nuevo. La quedaba poco tiempo para comprobar que esa idea que ella se había formado no era del todo cierta.
Cuando llegaron al comedor, éste estaba engalanado y relucía por todas partes. Cada habitación tenía reservada su propia mesa y, cuando se sentó en la suya, comprobó que había una tarjeta donde estaba escrito el menú que les servirían y también que tras la cena, el brindis por el nuevo año se haría en las terrazas ajardinadas acompañado de fuegos artificiales.
¡Vaya tela!, exclamó Gloria, porque además de haber barra libre, tres orquestas situadas en los salones, en la propia terraza y en los jardines que daban al mar, amenizarían la velada hasta la madrugada. Levantó la cabeza para comentarlo, y se quedo impresionada, pues Joan se había quedado dormido. Esa ya fue la tónica durante toda la cena, cabezazos y esfuerzos para controlar el sopor del que no podía salir. Menos mal que un par de cafés cargados al final de la cena arreglaron el asunto.
Cuando las felicitaciones y los brindis por el nuevo año finalizaron la gente se fue lentamente dispersando. Ellos decidieron quedarse allí, en la terraza y, mientras él fue a la barra a buscar un par de copas, ella se acercó a la balaustrada desde la que podía contemplar la playa de Santiago con las casitas iluminadas y el mar de fondo. La noche era maravillosa, con una temperatura ideal, se volvió y vio a Joan, esperando su turno extrañamente tranquilo y relajado tras la siestecita de la cena.
Después se fijó en la pista donde la gente bailaba, pues la orquesta llevaba un rato tocando con un ritmo cada vez más rápido y animado. Observó a un hombre joven que bailaba en el centro. ¡Qué bien lo hacía!, pensó, como me gustaría bailar con él. Para ser más claro, como la hubiera gustado bailar alguna vez en su vida con una pareja que lo hiciera bien.
Pero esa noche el cuerpo la pedía bailar. ¿Sola? se pregunto, ¿y por qué no? se contesto a sí misma, ¿acaso no bajó sola el barranco de Hermigua?
Lentamente se fue acercando y se situó junto a un grupo que parecían no estar emparejado. Al poco notó que alguien la cogía por la cintura, se volvió extrañada y ¡qué suerte! era el bailarín que tanto la había gustado. Estuvieron bailando hasta que la orquesta hizo un descanso. Al despedirse, él la pregunto si estaba acompañada.
-Sí, pero la noche aún es joven y si quieres seguiremos bailando.
No tuvo que buscar mucho para encontrar a Joan, sentado en una mesa de las primeras filas, con una copa en la mano, observándolo todo con gesto displicente. Cuando ella se sentó a su lado no dijo nada, se limito a seguir bebiendo.
-¿Y esa copa?- Preguntó Gloria, señalando una que había sobre la mesa.
-Deberías saberlo. Tú la pediste. Lleva una hora esperándote.
-Pues entonces voy a brindar.
-¿Y por qué quieres brindar? – dijo él en tono irónico.
– Por el Barranco de Hermigua, contestó levantando la copa.
Este relato es parte integrante del libro ‘La Calle de los 18 cuentos’
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