Eran los últimos días del mes de agosto, de un verano especialmente caluroso. Pero estaba de suerte, se había marchado de España, alejándose del calor y de otras historias. Un amigo italiano le había invitado a Rapallo, situado en un lugar privilegiado, la Riviera italiana.
El pueblo, con casas de colores, escalonadas y encajadas entre el mar y las colinas, está junto a Santa Margarita y muy cerca de Portofino, precioso pueblecito, residencia de la gente adinerada y cosmopolita de los años sesenta, con una plaza empedrada abierta a una pequeña bahía de aguas azules y cristalinas.
Durante unos días, con un grupo de ruidosos italianos, paseó por la zona, y estuvo en playas, restaurantes y discotecas de moda. Pero su amigo, tuvo de pronto una feliz ocurrencia, que trastocó todos los planes.
– Estoy invitado en unas tres semanas a una boda en Andalucía. Podría adelantar el viaje y volver contigo a España. Haríamos alguna excursión por el norte, que quiero conocer, y te dejaría en tu casa.
La propuesta le gustó y no le gustó. Viajar cómodamente hasta su casa en un impresionante deportivo, era una ocasión que no volvería a repetirse. Pero tendría que quedarse sola, pues él, si quería adelantar sus vacaciones debía incorporarse de inmediato a trabajar en el hospital.
Es verdad que se quedaba en una casa preciosa, con vistas espectaculares, la playa al lado y muchas tiendas para comprar, sin embargo, no acababa de interesarla el trato.
Con esas dudas estaba, cuando otra idea le vino a la cabeza.
– Sí, sí, haremos lo que propones porque voy a hacer algo que me apetece mucho.
– A ver, a ver, ¿que cosa farai?
–Ir a Florencia. ¿A que distancia está?
-A unos 200 km. Se llega en poco más de dos horas.
– Bueno, pues eso haré.
Conocía Florencia. Había estado con anterioridad en dos ocasiones, pero fueron viajes muy rápidos, de poco más de un día. No podía ni imaginarse el placer que sentiría si tenía la ciudad para ella sola durante una semana.
Aun guardaba intacto el recuerdo de la impresión que le causo cuando la vio por primera vez. Contemplar el Duomo, con su campanario y Baptisterio, y quedarse petrificada de la emoción, fue todo uno. Era la belleza absoluta. Y durante un tiempo fue injusta en sus apreciaciones, pues no había ninguna otra ciudad en el mundo que pudiera compararse a ella.
Cómo todo estaba claro y ambos estaban de acuerdo con el plan, decidieron llevarlo a la práctica cuanto antes. Él se iría al día siguiente, pero antes dejaría organizado su viaje a Florencia.
Se informó de los trenes. Los rápidos iban llenos, pero, tranquila, comentó, pasaba por la noche uno muy lento, que venia del sur y siempre estaba vacío. Tardaba más de 5 horas, mejor, así iría durmiendo. A ella todo le parecía bien, ya se sabe que sarna con gusto no pica.
Su amigo se marchó a primera hora de la mañana para aprovechar el día y ella se lo tomó de relax. Salió, entró, planifico la maleta, se lavó el pelo, se probó ropa. Y por fin, a la hora convenida, el taxi la llevó a la estación de Rapallo, para coger el tren que la dejaría en su destino, Florencia.
La estación era fría y destartalada. Nada más llegar se situó en una de las filas que despachaban billetes. Cuando le tocó el turno, pidió el billete en italiano, se sabía la frase de memoria y el empleado dijo: niente biglietti.
-¿Cómo? Preguntó sorprendida.
–Niente biglietti.
Ella de nuevo pidió el billete en español, por si no se había explicado bien.
-No segnorina, no quedan billetes, fue la contestación también en español del empleado.
– ¿Cómo es posible? Si este tren siempre va vació-, dijo angustiada.
El empleado que parecía una persona compresiva, le explicó con paciencia la situación.
-Si, ese tren siempre llega vacío, pero hoy ¡no! El tren recorre Italia de norte a sur, de Torino a Calabria, continuó, y hoy va repleto de trabajadores que regresan a Torino, tras acabar sus vacaciones.
Además, mañana comienza un largo puente en toda Italia, y ellos se adelantan para evitar el jaleo. Es decir que todos los trenes en unos días irán completos.-
No podía creer lo que estaba oyendo. Puso tal cara de desconsuelo que el empleado le dio un consejo: «hable con el revisor, total no creo que pase nada si la deja subir sin billete-.
Todo lo rápido que pudo, se situó en el andén y buscó al revisor, un hombre gordo y con mal genio. Se acercó despacio a él, y le explico la situación. Pero el revisor, al que las mujeres tenían que haber hecho muchos desprecios, contestó a voces que en qué país del tercer mundo creía que estaba, que se fuera por donde había venido porque al tren no subía. Y con un gesto de chulería, se dirigió a la cabecera del tren.
Y ella se quedó allí, abandonada en medio de la noche, de la desolada estación y de su propia desolación.
– ¿Y cómo volvería? No veía ningún taxi. ¿Tendría que pasar la noche en un banco? -Se preguntó.
Estaba meditando qué hacer con su vida y a punto del llanto, cuando oyó unos silbidos cortos y repetidos.
– ¿Qué era aquello? Buena cosa que le importaba, con el panorama que tenía-, se dijo a sí misma.
Pero los silbidos no solo seguían si no que estaban volviéndose más intensos. No tuvo otro remedio que girarse para ver de donde procedían. Comprobó que venían de uno de los vagones; en una de sus ventanas un montón de cabezas y brazos no paraban de hacerla señales. Con gestos impetuosos parecían decirla que se acercara.
-¿Es a mí? preguntó perpleja.
-Si, si, segnorina, dai, dai.
Sin ser consciente de lo que hacía se acercó al ventanal arrastrando la maleta.
Todos los chicos eran muy jóvenes y hablaban a la vez. No se enteraba de nada. Por fin, uno, se impuso a los demás y habló despacio gesticulando con las manos. No necesitó saber italiano para comprender lo que la proponían.
-Si la segnorina quiere, nosotros la ayudaremos a viajar en el tren.
Vigilarían los movimientos del revisor, dos de los chicos estarían en la puerta de entrada del vagón, y en un descuido, ella, también, situada ante la puerta, les daría la maleta. Después, cuando sonara el pitido para dar la salida y el revisor subiera al tren, debería hacer lo mismo. Lo tenían controlado.
Todo fue tan rápido que no le dio tiempo a pensar en las consecuencias. ¿Y si el tren partía y se quedaba sin la maleta? ¿Qué llevaba dentro? Había ropa que le gustaba, pero ya, mientras lo pensaba, estaba dando la maleta a uno de los que se había acercado a la puerta. Por fin, el revisor tocó el silbato para partir, y, entonces, rápidamente, la cogieron del brazo y casi en volandas subió al tren.
No tiene palabras para expresar el ambiente de regocijo y alegría que se vivía dentro del compartimento, lleno hasta los topes, con algunos chicos, incluso, sentados en el suelo.
Con rapidez, uno se levantó y la dejó su asiento. Ella lentamente se acercó, confusa ante tanta mirada admirativa. Más tranquila, asumiendo lo que había ocurrido, sonrió agradecida al grupo de héroes que la había ayudado, y, que iban a hacer posible que su sueño se cumpliera.
Ellos estaban expectantes, querían saber cosas de su vida “come era possibile che lei fose sola e di notte in quella stacione”. Les explicó lo sucedido. No salían de su asombro, había dejado una ciudad tan bonita de la Riviera para irse sola a Florencia.
-¿E che cosa fará? preguntaron.
-Ver arte.
-¿Che cosa, segnorina?
-Ver iglesias, museos.
– Oh, Oh-, exclamaban llenos de sorpresa, sin poder contener la risa.
Y cómo se asombraron cuando supieron a que se dedicaba.
-¿Dottoressa? Tu sia una bellissima donna, per essere una dottoressa,- repetían.
Se conoce que en Calabria, por lo que comentaron, sin abandonar las risas, las doctoras (era otra época) tenían un hirsutismo acentuado.
En ningún momento, a pesar del ambiente festivo, olvidaron las normas que se habían impuestos: controlar el pasillo del vagón por si de forma intempestiva aparecía el revisor. Y sabían bien lo que hacían, porque cuando el tren estaba a punto de llegar a Luca, un chico sofocado, dio la voz de alarma, el revisor de forma apresurada estaba controlando los vagones del tren.
Inmediatamente todos se movilizaron. Se sentó en una de las esquinas del fondo y la taparon. Llegaron más gente, é improvisaron una fiesta que estaba en su apogeo cuando el revisor entró. Este, con voces destempladas les ordenó que cada uno volviera a sus vagones, y así lo prometieron.
Por fin, éste volvió a la primera clase. Entonces, tranquilos y relajados, abrieron una botella de vino, brindaron por el éxito del viaje, y contaron sus historias. Trabajaban en la construcción, en Turín, donde vivían hacinados. Habían tenido que dejar atrás toda su vida, su familia, sus novias, pero sabe, segnorina, peor es tener hambre. Uno de ellos, el que parecía más joven, para sorprenderla, no paraba de contarle que su familia trabajaba para la mafia. Pero a ella, esa noche, ya nada la asombraba.
Cuando llegó a su destino, solo fue capaz de repetir: molte grazie, molte grazie, sabía que les debía los días felices que con seguridad la esperaban.
Esa vez no bajó del tren como un polizón, sino revestida de dignidad, como una pasajera con billete. Ya en el andén se despidió de todos con gestos y exclamaciones de alegría, mientras, al fondo, el revisor observaba la ruidosa despedida.
Aun hoy recuerda su cara de incredulidad al verla caminar, sonriente y segura, mientras no paraba de repetir: lo sabía, lo sabía, lo sabía.
Eran las seis de la mañana, Florencia amanecía y despertaba al nuevo día. En su recorrido hasta el hotel, el taxi pasó ante el Duomo, la plaza de la Signoria, y el rio Arno, con el puente Vechio reflejado en sus aguas, y ella, que todo lo contemplaba maravillada y emocionada, no pudo hacer otra cosa, que dar gracias a la vida.
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